domingo, 25 de mayo de 2008

Sin uno saber muy bien cómo

Capítulo 1. Las relaciones.
Hasta cuando podíamos recordar, las cosas siempre habían ocurrido así. Las personas se unían, sin uno saber muy bien cómo. Creaban, de diversas maneras, vínculos de todo tipo y tamaño. Lazos más fuertes y más finos, más intensos o más superficiales. De cualquier manera, sí que era entendible el porqué de estas uniones aleatorias que carecían, en muchas ocasiones, de nexo alguno. Si bien ciertas personas abogaban por el sentimiento de pertenencia a una cierta comunidad; intereses similares, actividades conjuntas, coincidencia de gustos, lo cierto era que todo esto sonaba tan sólo a respaldo para lo que se hallaba siempre a un segundo plano. Y es que estas uniones constituían, al fin y al cabo, la clave de la felicidad.
Capítulo 2. La unión.
Aunque nadie pareciese darse cuenta, estas historias se repetían con muchísima frecuencia. Historias de gente como tú y como yo, que un día se unían, sin uno saber muy bien cómo. Si tuviese que contar, ahora mismo y sin pensármelo demasiado, cuántas cosas nos unían en aquel entonces, diría que cuatro y una me la estaría inventando. Claro que a la larga fueron a más, hasta finalmente conseguir una lista tan extensa como mi última carta a Papa Noel. Qué voy a contar que quien me conozca no sepa, si desde que mi memoria me cuenta estamos ahí, tú compartiendo tu película favorita conmigo, yo enseñándote a nadar a apenas un par de minutos de haber aprendido yo. Creo, y no pienses que no he reflexionado al respecto, que lo mejor de nuestra relación, y no sé bien si por nuestra o por relación, era que nos enriquecía. Y es que uno puede tener intereses, inquietudes, aptitudes, que cuando son cosa de dos se aplica la propiedad asociativa. Que si mío todo, que si tuyo, que si tuyo y mío. A sabiendas del tiempo que necesitamos para ello, se podía decir que nos conocíamos. Y ésta no era una afirmación de estas que hoy se hacen muy a la ligera, como eso de “me cago en dios”. Quizá había poco de lo que se podía estar seguro en aquel tiempo, y si había menos que ni se plantease, ésta era una de esas cosas. Lo que había crecido entre nosotros se acercaba ya casi a lo físico, y un gesto mío entonces era tan influyente como pasar minutos tirándote del brazo para llamar tu atención. A veces nos preguntábamos qué pasaría si se nos aislase en un lugar muy lejano, sin oportunidad de hablar con otras personas salvo con nosotros mismos. Nos reíamos al pensar que puede que entonces terminásemos por odiarnos, destruyendo eso que un día nos había unido, sin uno saber muy bien cómo.
Capítulo 3. La marcha.
El día que te dejé marchar no supe muy bien que hice con todo aquello, supongo que, ya hecho añicos, se lo regalé al viento. Cuando me preguntan si sentí pena, en realidad no sé bien que contestar. Supongo que de algo tiene que estar hecho el mundo, y qué mejor que rellenarlo de infinitos pedazos de historias como la nuestra. Y lo cierto es que te fuiste sin avisar, pero entonces yo ya lo intuía porque ya se sabe que todo tiene un fin, y el nuestro no podía postergarse por más tiempo. No es rencor lo que te guardo, y si me concediesen un solo segundo contigo lo más probable es que ni lo mencionase. Repaso mentalmente lo que me queda por contarte y me agobio y me falta el tiempo, pero pienso que es tiempo que si no se nos concede es que nunca nos hizo falta. Me gusta pensar que, cuando recorro los recónditos lugares que un día anduve contigo, estás todavía ahí, recordándome que las cosas nunca volverían a ocurrir de la manera en que lo hacían, recordándome lo que un día nos unió, sin uno saber muy bien cómo. Miento, tu partida dolió desde el primer minuto hasta el último.
Capítulo 4. El reencuentro.
25 años, 7 horas y 4 minutos después nos encontrábamos recorriendo uno de esos parajes que asemejan a los que aparecen en las postales navideñas enviadas por algún familiar lejano, y no teníamos nada que decirnos. A pesar del silencio, se podía decir que si algo quedaba de todo lo que hubo, era esa comunicación silenciosa que el tiempo nos concedió un día, y al parecer se había olvidado de arrebatarnos. Era duro, porque a pesar de los años y de las personas, de los ahora tuyos y de los aún míos, ya no teníamos nada en común. Todo había muerto, pero aún así y a sabiendas del tiempo que necesitamos para ello, se podía decir que nos seguíamos conociendo. Mientras nuestras sombras se dibujaban cada vez más tenues en el sendero, me carcomía la duda, la duda que los años se habían encargado de engendrar e ir alimentando. La duda que, por ahora, no era capaz de pronunciar. ¿Por qué te marchaste?
Capítulo 5. La vuelta atrás.
Para recuperar el tiempo perdido, experimentamos con toda clase de actividades. En un primer momento decidimos que, como personas civilizadas, quizá lo mejor fuera recurrir al fino arte de conversar. ¿No era así como empieza cualquier relación? ¿Acaso no había ocurrido así con nosotros mismos? Horas, días y hasta semanas enteras nos ocupábamos en relatar anécdotas, rememorar experiencias, constatar nuevas opiniones formadas; en definitiva, tocar aquellos temas de los que nunca antes habíamos hablado. Por mucho que nuestra relación hubiese sido, cuanto menos divertida, llegó un momento en el que la conversación tomó un rumbo monótono, y la somnolencia y el adormecimiento fueron sus principales efectos secundarios. ¿Debíamos plantearnos entonces el sentido de todo aquello? Como ya era costumbre(nueva, por supuesto)sopesar cualquier inquietud que nos atormentase, decidimos establecer un orden para las posibles causas de nuestro nuevo problema. Punto número uno: la consecuencia directa de la pérdida de la relación más importante de tu vida, totalmente atribuible a los procesos de la complejidad psicológica de cada individuo, era el detrimento de nuestra personalidad, que anulando nuestras mentes nos había convertido en personas aburridas y sin más ocupación que la de ver pasar la vida. (La descartamos por considerarla inundada de fatalidad) Punto número dos: Las historias mundanas e irrelevantes, producto de la consecución de anécdotas en la vida de cualquier ser humano, dan origen a la mayoría de conversaciones que mantienes con aquellos más afines; sin embargo, estas historias SÓLO resultan interesantes a la par que productivas en el mismo momento en que tienen lugar, porque ayudan a que vivamos con la ilusa convicción de que, con tus amigos, siempre hay tema de conversación. Considerando esta última posición como ciertamente más lógica, quizá era hora de cambiar el modus operandi de nuestra afanada lucha contra el tiempo. Sin consternarnos en absoluto por nuestro primer fracaso recurrimos al viejo truco de “aquí no ha pasado nada”. Ya en retrospectiva tuvimos que admitir que ésta había sido una idea nefasta, pues a lo largo del día surgían en las conversaciones reminiscencias a etapas o situaciones pasadas de las que el otro no tenía la más mínima idea, y como ninguno de los dos se consideraba un actor consagrado, tuvimos, con bastante desagrado, que abandonar la idea más facilota que habíamos conseguido auspiciar. Ahondando aún más en el pragmatismo como centro de gravedad de nuestras teorías, percibimos cómo una fuerza mayor nos catapultaba, en nuestros últimos cabeceos por retomar lo empezado, hacia lo que metafóricamente constituía el auténtico principio de todo, nuestra niñez. Ella nos devolvería el tiempo. Un juego. Las cinco preguntas y respuestas. Tu mayor fracaso. Suspender el proyecto de fin de carrera. Tu miedo más profundo. La edad avanzada de mi madre, con todas sus consecuencias. Tu mayor ilusión. Mi hija de seis años. Tu objeto más preciado: Un anillo que encontré en la playa con tan sólo nueve años. La relación más intensa de tu vida: Tú.
Capítulo 6. El tiempo.
El tiempo es como un hilo de lana muy, pero que muy largo. A lo largo de nuestra vida lo deshilvanamos, cada uno de una manera muy distinta. Como infinitas son las maneras de hacerlo, infinitos son los caminos que sigue nuestro tiempo personal, otorgando a su paso la continuidad que necesita nuestra vida para consolidarse. En aquel momento, y más en ese que en otro, nuestros hilos particulares se habían distanciado, abandonando ese particular entrelazado que un día nos había mantenido unidos, sin uno saber muy bien cómo.A pesar de nuestros locos esfuerzos y del agudo ingenio que caracterizó nuestra lucha, el tiempo no iba a retroceder. Nunca. Por mucho que lo intentásemos. Por mucho que quisiésemos. Intentar reenrollar los hilos a nuestro antojo sólo conseguiría enredar aún más nuestras vidas. Y para qué.
Capitulo 7. La realidad.
Como todo en esta vida, las relaciones son cosa del tiempo; a veces están y otras veces no, según sople el viento. Nosotros tuvimos nuestro tiempo y posiblemente ahora que nos hemos reencontrado lo volvamos a tener. Quién sabe si esta vez será para siempre, quién sabe si nos volveremos a perder. O si aún perdiéndonos, ya no pesemos el uno para el otro lo suficiente como para recordarlo. Y entonces pensé en el momento justo de tu partida. Lo sentí casi como si acabase de suceder, pero no era así. Y no era así por la sencilla razón de que tu marcha no tuvo lugar ayer, ni antesdeayer, ni la semana pasada, ni siquiera hace un año. Tu partida, así como las sensaciones y sentimientos que guardamos siempre en un mismo baúl, está asociada al tiempo. Todas nuestras situaciones lo están. A momentos puntuales, a estados anímicos precisos, a vestuarios y atuendos. A factores metereológicos concretos. Cómo esperar que tu marcha supusiese hoy lo que supuso para nosotros entonces. Había pasado mucho tiempo. Ahora éramos conscientes. De qué objetividad nos jactábamos los seres humanos cuando hablábamos sobre el tiempo o sobre la intensidad de una relación. Me declaro inocente si ha sido el tiempo quien, jugándonos una mala pasada, ha magnificado nuestras emociones hasta creer que estarían ahí para siempre. El cuantioso peso del presente nos devolvía bruscamente a la realidad, porque hoy, después de mil esfuerzos en vano, nos habíamos dado cuenta de que se nos había pasado el arroz. Hoy, nos daba igual decirnos adiós.
Capítulo 8. Las relaciones
Hasta cuando podíamos recordar, las cosas siempre habían ocurrido así. Las personas se unían y se separaban, se separaban y se volvían a unir, sin uno saber muy bien cómo. Finalmente concluimos que la temporalidad de nuestra relación no fue, ni mucho menos, negativa. Observándolo con un poco de entusiasmo, ese letargo en nuestra relación supuso un reafirmante de lo que fue, una consagración de nuestra unión en sí misma. Lo que nos ofrecía en aquel momento era algo que ya, simplemente, no necesitábamos, y pese a que hoy otras relaciones hubiesen ocupado su lugar, era obvio que sus frutos perdurarían eternamente. Y es que para nosotros ésta y todas las relaciones que cultivaríamos a lo largo de nuestras vidas eran, al fin y al cabo, la clave de la felicidad. La clave de nuestra felicidad.