martes, 28 de abril de 2009

Adioses y letargos

Adioses
(I)

Te fuiste
y me hice una manta
con tu despedida
para que me abrigase
en la tempestuosa tormenta
de mis pasiones.
Conseguiste
librar la batalla
de mi egocentrismo.
No ganaste
pero fue
todo un detalle.
Marcaste,
con mi ayuda
la delgada línea que
separa lo auténtico
del escaparatismo puro.
Volcaste
tus entrañas
en lo nuestro,
no sé si fuiste fiel
ya no me acuerdo.
Construiste un muro
inquebrantable
y sólo quedaron
esqueletos roídos
por el desencanto
y minuciosos adioses
sacudiendo pañuelos
por las ventanas.

Letargos
(II)

El maravillloso mundo de tus
colinas desiertas,
silencios incómodos
que me presionan
los dedos de los pies.
Tus cinco sentidos,
en su letargo
contribuyen a
la oxidación del
martilleante sonido
de mis sienes.
Consigues armarme
a conciencia,
apariencia de gato
y mis uñas afiladas
a punto de clavarse
en tus frases hirientes.
Y en mi cabeza
me coges de las
manos, me atas
las orejas,
me tapas el ombligo
y esperas
a verme sonreir.
Tus estatuas
me persiguen
en este mundo
de olvidada movilidad.

Juegos de la noche

Siempre temí mi falta de orientación. Sólo en contadas ocasiones, me guiaba hacia lugares nuevos, y estos descubrimientos me hacían considerar grato lo que constantemente me parecía el peor de mis defectos.
No se en qué momento exacto empezé a hacer esas pequeñas excursiones nocturnas, ni recuerdo acaso el porqué. Quizá, como otros hacen deporte, yo tomaba estos paseos como una manera de que la tensión acumulada a lo largo del día exhumase por fin al caer el sol. Al principio no se alargaban más de una hora. Andaba hasta hartarme, sumido en divagaciones situadas por encima de mis propios pasos, y estos no tardaban en coger el timón hacia rumbos desconocidos.
Cuando un pequeño tropiezo o un grito ajeno provocaban mi salida de este estado de somnolencia mental,los contornos difuminados de los bloques de edificios que me rodeaban cobraban repentina nitidez. Y no era capaz ya de discernir dónde me encontraba. Me sobrevenía entonces una sensación de miedo mezclado con nerviosismo e incluso algo de curiosidad. Tanteaba un poco el terreno, me fijaba en cómo habían cambiado los decorados desde el comienzo de mi ruta. Intentaba adivinar dónde podría encontrarme, llegando a veces incluso a violar la intimidad de los vecinos, a los que escudriñaba por las ventanas en busca de información.
Era tal la intensidad de mis sensaciones en ese momento, que mis paseos se convirtieron en una fuerte obligación. Ser consciente de que empezaba a anochecer era suficiente para ponerme el pelo de punta, y sentía como un visceral escalofrío recorriendo mi nuca me instaba a salir. A la vil oscuridad de la noche. Al cortante frío de las calles desiertas de vida.A encontrarme solo, vulnerable, desamparado.
De vez en cuando me veía involucrado en exitantes situaciones, de esas que solo la noche es capaz de propiciar. Vagabundos rebuscando en la basura, drogodependientes al acecho de una última dosis, degenerados sexuales en busca de presas a las que atrapar. La otra cara de la especie humana parecía cobrar vida sólo a altas horas de la madrugada. Y yo había averiguado la manera de presenciarlo sin pagar.
Como si de una película se tratase, permanecía observando estas escenas hasta el final. Era intensamente provocador observar las caras de sufrimiento ajeno, la adrenalina disparada ante un primer plano de la desolación humana, el morbo de la repugnancia. No ser capaz de cerrar los ojos ante un minuto de violencia gratuita. Me gustaba. Me enganchaba.
Poco a poco, empezó a enervarme no ser capaz de presenciar este tipo de encuentros por propia voluntad. Ciertas noches, vagaba hasta el amanecer en busca de nuevas víctimas, recorriendo como un poseso todo cuanto estaba a mi paso. Necesitaba más de esa medicina repugnante y no era capaz de afrontar un nuevo día sin esa ración de infame crueldad. Empezó a parecerme banal todo lo que no contenía la suficiente violencia explícita, y el mal humor constante me convirtió en un ser taciturno e irascible durante el día, retorcido hasta la médula al esconderse el último rayo de luz.
Una noche, mi mente corrupta no pudo aguantar más. Esta vez, mis pies cargados de hiperactividad me condujeron a un barrio marginal a las afueras de la urbe. Ya había estado allí antes. Aguardé como un poseso a la salida de la misma abuelita que días atrás tiraba la basura en ese mismo contenedor. Aguardé y aguardé. Y finalmente, salió y con ella todo el sadismo que desde que comenzaron los paseos se había apoderado de mí.
Con las cuencas desorbitadas y todos los músculos de mi cuerpo en tensión por el pánico, le agarré con mis propias manos y comenzé a desgarrar la flácida y pegagosa piel de su nuca. Un chillido ahogado acompañó sus últimos intentos de salvar la vida. Pero la edad no perdona, y la flaqueza de sus espasmódicos esfuerzos me hizo sonreir. Con el arte de un cirujano y ayudado de un fino bisturí, le extraje las arterias del brazo una a una, le extirpé los pezones trazando círculos perfectos. Arranqué con los dientes las uñas de sus pies, y fui laminando la piel de todo su cuerpo hasta llegar a donde reposan sus órganos, aún con restos de vida. Con la delicadeza del mejor degustador, fui testando el sabor de cada uno de ellos, masticando las delicatessen con infinito placer. Una vez finiquitado el festín de mis sentidos, troceé el resto de su cuerpo y lo tiré en ese mismo contenedor, junto a sus bolsas de basura todavía calientes. Guardé sus ojos como el tesoro que atestiguase mi captura. Me limpié las manos cuidadosamente con un par de servilletas de papel, y volví a casa.
Desde ese día, cuando el estrés me desborda, vuelvo a la calle en busca de sangre. A la mañana siguiente todo ha sido una pesadilla un poco más sanguinolienta de lo normal. La noche se ha convertido en mi juego... y desde eso, no puedo dejar de jugar.

domingo, 19 de abril de 2009

Promesas y viajes

Viajes
(I)

Tu pulso me dice
basta
pero mis manos
se han levantado
en armas.
Tu aliento me pide
tiempo
pero se ha declarado
la revolución
del descontrol.
Tu pecho me grita
cuidado
voy a ir a pararte,
pero este frente
acaba de declararse
insolvente
ante las artimañas
de mis dedos,
y tu estúpida manía
de intentar frenar
al batallón.
El universo
es perverso
si la ruta
de tus promesas
dirigen mi dirección.

Promesas
(II)

Hablas de esperarme,
de experimentar
intensas sensaciones
de colar el mundo
en un vaso de cristal.
De perdernos en
el más inhóspito
bosque, de lavar
nuestras más
hondas penas
en el mar.
De conseguir para mí
la galaxia del
ojo de gato.
De pensarlo tú
todo, de tocarme
sólo a traves
del cristal.
Te digo
cógeme en
la locura de tus
conciertos,
toca para mí.
Arrebátame mi
caja de recuerdos
que últimamente
me retienen;
atemporal.
Díctame en
tres sencillos pasos
cómo saltar.
Regálame
un libro de autoayuda,
transfórmate en
un guía espiritual
Conserva
durante tres días
mi inmortalidad.
Que la guardaremos
en un tarro
que la verteremos
en el río
porque no nos hará
falta.
Porque no
la necesitamos
para viajar.

jueves, 10 de julio de 2008

Eres tú


Ardes en la sombra
del último rincón,
derruido y olvidado.
Eres tú el que estás
cuando la soledad
me mata.
Vienes y me buscas,
y tus ecos desmienten
tus palabras.
Y toda espera es poca.
Dura, fría estela
de este amargo reencuentro.
Y tu lengua de serpiente
a mi oído de latón,
me está volviendo loca.
Dónde está
que no logro encontrarla,
y en cada esquina,
en su lugar,
me miran
tus ojos de acero.
Eres tú el que estás
y no mi soledad
porque no logro encontrarla.
La eterna compañía,
la injusta abstinencia.
Son tus silencios
que no me dejan oir
cómo suena
el arrepentimiento.
Perviertes mi oscuridad,
te apareces en mis sombras
me abrazas desde dentro.
Me agarras
pero no me tocas.
Eres tú otra vez
y no mi soledad
el que me habla
entre las sombras.
Busco, insaciable
ese aroma a nadie.
El destello de lo oscuro,
mi sola presencia, loca.
No funciona
y no te vas.
Mi soledad se parte
y te llevas tu mitad.
Y vuelves a ser tú,
y no mi soledad
porque eres tú el que estás
cuando la soledad
me mata.

domingo, 8 de junio de 2008

Desandar (2006)

Como en muchas otras ocasiones, el cine ha probado su eterna capacidad para plasmar la importancia de una de las más ancestrales luchas abarcadas por el hombre pasado y actual: la búsqueda de la libertad. Mientras los planos se suceden, “El fugitivo” consigue transmitirnos angustia y ansiedad ante un temor muy conciso: perder la libertad personal frente a las arbitrariedades del poder estatal. Acusado erróneamente por un crimen que no había cometido, un hombre con una vida casi perfecta se convierte de repente en su único aliado para demostrar su inocencia ante el tribunal inculpador, que le condena a pena de muerte por el repentino asesinato de su esposa.
Surge entonces entre los espectadores un temor ficticio que, rehuyendo a nuestra realidad actual, pone de manifiesto la posibilidad de un mundo en el que la seguridad legal no amparase, un mundo en el que la presunción de inocencia no exista y los pilares de nuestro edificio legal puedan un día… caérsenos encima.
En la película, el protagonista se sale del marco legal huyendo de la justicia para, después de los dramáticos acontecimientos que consiguen mantenernos expectantes hasta el desenlace, salir airoso de lo que podía haberle costado la vida. Sin embargo, he aquí cuando se nos plantea la siguiente cuestión: haciendo a un lado la no muy creíble posibilidad de una “huida a lo Harrison Ford”, ¿qué haríamos si un buen día la justicia decidiese darnos de lado? ¿Cuál sería nuestra escapatoria si nuestro sistema judicial no nos concediese la posibilidad de defendernos, de exigir un juicio justo de acuerdo a unos valores que por consenso y desde hace mucho tiempo consideramos básicos y esenciales para la construcción de nuestra sociedad?
Reza el refrán: ponte de frente a lo que aún has de andar y de espaldas a lo ya andado. Y qué razón tiene. A 30 de septiembre del 2006, EEUU ha decidido desandar 500 años, y, casi un mes después, nadie ha conseguido persuadirle de lo contrario.
Tras el 11 de septiembre, las actuaciones del que se ha convertido en el grupo terrorista a nivel internacional más famoso de la historia, han conseguido poner al mundo patas arriba. Generados desencadenantes de todos los tipos, unos más esperados que otros, al otro lado del charco han emprendido una afanada lucha contra los responsables, y todo parece indicar que sus intentos no cesarán hasta conseguir para todos nosotros el maravilloso mundo que un día imaginó Walt Disney. En su largo andar, o quizás sería más justo considerarlo “desandar”, el gobierno estadounidense ha decidido reordenar sus prioridades, jactándose de valentía nacional mientras tira por la ventana los derechos de los ciudadanos, que al parecer carecen de vital importancia para una democracia que confiesa encontrarse en plena adolescencia.
Cuando las autoridades resolvieron que tener la posibilidad de acceder a las conversaciones que considerasen oportunas era legal y necesario, nadie al parecer tuvo nada que esconder. Cuando decidieron que al comprar tu billete aéreo estás obligado a poner a su disposición datos de hasta tus cuentas bancarias, los ciudadanos hicieron gala de ser “un libro abierto”. Ahora que han decidido legalizar la tortura y abolir el Habeas Corpus para extranjeros que se ciñan a la confusa definición de “combatientes enemigos ilegales”, ya no se sabe si es que realmente a nadie le importa, o si la avanzada investigación nuclear ha permitido a Bush controlar a la población mediante un fino mando a distancia.
Ya en 1215 el derecho anglosajón imponía como lo que sería uno de los principios de constitucionalidad la primera carta Magna, que reconocía en sus escritos ciertos procedimientos legales por los cuales se prohibía la detención de una persona de manera arbitraria. Hoy en día el hábeas corpus es ante todo una garantía constitucional que resguarda el derecho a la libertad ante cualquier actuación que logre privarnos de la misma y gracias a la cual podemos exigir comparecencia inmediata ante un tribunal que escuche nuestros argumentos para así determinar si nuestra detención ha sido o no legal.
La “Ley sobre comisiones militares de 2006” recibía 65 votos a favor y 34 en contra en el Senado, un día después de su aprobación en la Cámara de representantes. La lucha antiterrorista justificaba una vez más el quebranto de lo inquebrantable, el detrimento de la ilusión con la que la democracia intenta sin decaer aproximarse a un modelo eficaz, sólido y seguro, que vele por la justicia y la libertad. Mientras tanto, prisioneros retenidos injustamente en Guantánamo son sometidos a torturas inhumanas o, en palabras legales, “métodos de presión”, decretados por el presidente. Pero el presidente está ya tranquilo, pues con esta ley hará callar la protesta internacional acerca de lo ilícito de las retenciones; con esta ley el presidente ha legalizado la tortura, sin velo ni tapujos. Y tal y como están las cosas, parece que si pretendíamos encontrar a alguien que aún luche por la libertad…vamos a tener que ir a buscarlo al cine.

“La conocen los que la perdieron, los que la vieron de cerca, irse muy lejos. Y los que la volvieron a encontrar, la conocen los presos, la libertad”

Y el manto cayó (2006)

Esta es la historia de un país que no tenía nombre, ni número de habitantes, ni bandera ni situación geográfica. Algunos marineros juraban haberlo visto y otros no eran capaces de distinguir haberlo recorrido en sueños o en la realidad.
Las historias que allí se sucedían parecían sacadas del más asombroso cuento de hadas, porque las cosas eran otras y otras eran las cosas y a pesar de ser, de cualquier forma, un lugar recóndito y misterioso para muchos, los que allí habitaban no concedían ni un segundo a preguntarse qué ocurría mas allá de sus frondosos bosques y sus helados glaciares. Y así sucedía tanto en un lado como en el otro, como si una manta de lana separase dos horizontes coincidentes espacialmente, pero diametralmente opuestos entre sí.
El tiempo transcurría allí como si tal cosa, el sol salía y se ponía y los días se sucedían uno tras otro. Aún así, la monotonía ofrecía ese atisbo de la personalidad que otorga cualquier conjunto de seres y situaciones recogidas en un punto del mundo, en un momento elegido al azar. Y no se sabía si realmente había algo que distinguiese a este lugar de otros, ni si merecía la pena pasar toda una vida preguntándose si quedarse o salir, si subir o bajar.
La riqueza y la belleza se manifestaban en este lugar en forma de oro y plata, que fundidos consagraban la ornamenta tan característica del lugar, y, de esta forma, lo era todo y nada, al mismo tiempo. Perfección en forma de cotidianeidad, de unión y fuerza, de relaciones humanas, de superación y de trabajo; imperfección en forma de desigualdad, de cambio y rechazo, de hipocresía y egoísmo. Con sus virtudes y defectos, aquel país otorgaba y recibía, cambiaba y se adecuaba.
En cierto punto de la historia se hallaba él, ni más tarde ni más temprano, en ese momento, el que era. Y había cambiado, y se había adecuado y cada vez era más consciente de sus virtudes y defectos, pero seguía siendo él. Y fue en ese momento, exactamente, cuando ocurrió. Pasó de repente, de un día para otro y ya estaba, dando un giro de 180 grados para situarse a la deriva y hacia ninguna parte. No supo nunca cómo ocurrió, cómo pasó de ir paseando a ir cogido del brazo a toda velocidad.
Pero el caso es que fue así como la manta un día cayó, y unió lo inconexo y los dos horizontes chocaron, y ya no hubo nunca separación física para la que fue siempre una separación abismal. Porque las diferencias continúan y se acentúan si las intentas simplificar, si las comprimes de tal forma que parezcan una, cuando no dedicas el tiempo suficiente a admirarlas en su complejidad. Y luchó y combatió y trató de imponerse y quizá la fuerza no fue demasiado intensa o el tiempo no estaba de su favor.
Esta es la historia de un país que se vio invadido por otro mayor, esta es la historia de lo grande y lo pequeño, de lo material y lo imperecedero, del egoísmo y de la saciedad. Esta es la historia de no sólo un país, si no de tres, de cuatro y de más. Esta es la historia de América Latina, que vio a un héroe español, ni malo ni bueno, llevárselo todo, en un segundo. Y nunca volvería a ser lo que era; y entonces tuvo nombre, y número de habitantes, y mil banderas…pero también un dueño.

domingo, 25 de mayo de 2008

Sin uno saber muy bien cómo

Capítulo 1. Las relaciones.
Hasta cuando podíamos recordar, las cosas siempre habían ocurrido así. Las personas se unían, sin uno saber muy bien cómo. Creaban, de diversas maneras, vínculos de todo tipo y tamaño. Lazos más fuertes y más finos, más intensos o más superficiales. De cualquier manera, sí que era entendible el porqué de estas uniones aleatorias que carecían, en muchas ocasiones, de nexo alguno. Si bien ciertas personas abogaban por el sentimiento de pertenencia a una cierta comunidad; intereses similares, actividades conjuntas, coincidencia de gustos, lo cierto era que todo esto sonaba tan sólo a respaldo para lo que se hallaba siempre a un segundo plano. Y es que estas uniones constituían, al fin y al cabo, la clave de la felicidad.
Capítulo 2. La unión.
Aunque nadie pareciese darse cuenta, estas historias se repetían con muchísima frecuencia. Historias de gente como tú y como yo, que un día se unían, sin uno saber muy bien cómo. Si tuviese que contar, ahora mismo y sin pensármelo demasiado, cuántas cosas nos unían en aquel entonces, diría que cuatro y una me la estaría inventando. Claro que a la larga fueron a más, hasta finalmente conseguir una lista tan extensa como mi última carta a Papa Noel. Qué voy a contar que quien me conozca no sepa, si desde que mi memoria me cuenta estamos ahí, tú compartiendo tu película favorita conmigo, yo enseñándote a nadar a apenas un par de minutos de haber aprendido yo. Creo, y no pienses que no he reflexionado al respecto, que lo mejor de nuestra relación, y no sé bien si por nuestra o por relación, era que nos enriquecía. Y es que uno puede tener intereses, inquietudes, aptitudes, que cuando son cosa de dos se aplica la propiedad asociativa. Que si mío todo, que si tuyo, que si tuyo y mío. A sabiendas del tiempo que necesitamos para ello, se podía decir que nos conocíamos. Y ésta no era una afirmación de estas que hoy se hacen muy a la ligera, como eso de “me cago en dios”. Quizá había poco de lo que se podía estar seguro en aquel tiempo, y si había menos que ni se plantease, ésta era una de esas cosas. Lo que había crecido entre nosotros se acercaba ya casi a lo físico, y un gesto mío entonces era tan influyente como pasar minutos tirándote del brazo para llamar tu atención. A veces nos preguntábamos qué pasaría si se nos aislase en un lugar muy lejano, sin oportunidad de hablar con otras personas salvo con nosotros mismos. Nos reíamos al pensar que puede que entonces terminásemos por odiarnos, destruyendo eso que un día nos había unido, sin uno saber muy bien cómo.
Capítulo 3. La marcha.
El día que te dejé marchar no supe muy bien que hice con todo aquello, supongo que, ya hecho añicos, se lo regalé al viento. Cuando me preguntan si sentí pena, en realidad no sé bien que contestar. Supongo que de algo tiene que estar hecho el mundo, y qué mejor que rellenarlo de infinitos pedazos de historias como la nuestra. Y lo cierto es que te fuiste sin avisar, pero entonces yo ya lo intuía porque ya se sabe que todo tiene un fin, y el nuestro no podía postergarse por más tiempo. No es rencor lo que te guardo, y si me concediesen un solo segundo contigo lo más probable es que ni lo mencionase. Repaso mentalmente lo que me queda por contarte y me agobio y me falta el tiempo, pero pienso que es tiempo que si no se nos concede es que nunca nos hizo falta. Me gusta pensar que, cuando recorro los recónditos lugares que un día anduve contigo, estás todavía ahí, recordándome que las cosas nunca volverían a ocurrir de la manera en que lo hacían, recordándome lo que un día nos unió, sin uno saber muy bien cómo. Miento, tu partida dolió desde el primer minuto hasta el último.
Capítulo 4. El reencuentro.
25 años, 7 horas y 4 minutos después nos encontrábamos recorriendo uno de esos parajes que asemejan a los que aparecen en las postales navideñas enviadas por algún familiar lejano, y no teníamos nada que decirnos. A pesar del silencio, se podía decir que si algo quedaba de todo lo que hubo, era esa comunicación silenciosa que el tiempo nos concedió un día, y al parecer se había olvidado de arrebatarnos. Era duro, porque a pesar de los años y de las personas, de los ahora tuyos y de los aún míos, ya no teníamos nada en común. Todo había muerto, pero aún así y a sabiendas del tiempo que necesitamos para ello, se podía decir que nos seguíamos conociendo. Mientras nuestras sombras se dibujaban cada vez más tenues en el sendero, me carcomía la duda, la duda que los años se habían encargado de engendrar e ir alimentando. La duda que, por ahora, no era capaz de pronunciar. ¿Por qué te marchaste?
Capítulo 5. La vuelta atrás.
Para recuperar el tiempo perdido, experimentamos con toda clase de actividades. En un primer momento decidimos que, como personas civilizadas, quizá lo mejor fuera recurrir al fino arte de conversar. ¿No era así como empieza cualquier relación? ¿Acaso no había ocurrido así con nosotros mismos? Horas, días y hasta semanas enteras nos ocupábamos en relatar anécdotas, rememorar experiencias, constatar nuevas opiniones formadas; en definitiva, tocar aquellos temas de los que nunca antes habíamos hablado. Por mucho que nuestra relación hubiese sido, cuanto menos divertida, llegó un momento en el que la conversación tomó un rumbo monótono, y la somnolencia y el adormecimiento fueron sus principales efectos secundarios. ¿Debíamos plantearnos entonces el sentido de todo aquello? Como ya era costumbre(nueva, por supuesto)sopesar cualquier inquietud que nos atormentase, decidimos establecer un orden para las posibles causas de nuestro nuevo problema. Punto número uno: la consecuencia directa de la pérdida de la relación más importante de tu vida, totalmente atribuible a los procesos de la complejidad psicológica de cada individuo, era el detrimento de nuestra personalidad, que anulando nuestras mentes nos había convertido en personas aburridas y sin más ocupación que la de ver pasar la vida. (La descartamos por considerarla inundada de fatalidad) Punto número dos: Las historias mundanas e irrelevantes, producto de la consecución de anécdotas en la vida de cualquier ser humano, dan origen a la mayoría de conversaciones que mantienes con aquellos más afines; sin embargo, estas historias SÓLO resultan interesantes a la par que productivas en el mismo momento en que tienen lugar, porque ayudan a que vivamos con la ilusa convicción de que, con tus amigos, siempre hay tema de conversación. Considerando esta última posición como ciertamente más lógica, quizá era hora de cambiar el modus operandi de nuestra afanada lucha contra el tiempo. Sin consternarnos en absoluto por nuestro primer fracaso recurrimos al viejo truco de “aquí no ha pasado nada”. Ya en retrospectiva tuvimos que admitir que ésta había sido una idea nefasta, pues a lo largo del día surgían en las conversaciones reminiscencias a etapas o situaciones pasadas de las que el otro no tenía la más mínima idea, y como ninguno de los dos se consideraba un actor consagrado, tuvimos, con bastante desagrado, que abandonar la idea más facilota que habíamos conseguido auspiciar. Ahondando aún más en el pragmatismo como centro de gravedad de nuestras teorías, percibimos cómo una fuerza mayor nos catapultaba, en nuestros últimos cabeceos por retomar lo empezado, hacia lo que metafóricamente constituía el auténtico principio de todo, nuestra niñez. Ella nos devolvería el tiempo. Un juego. Las cinco preguntas y respuestas. Tu mayor fracaso. Suspender el proyecto de fin de carrera. Tu miedo más profundo. La edad avanzada de mi madre, con todas sus consecuencias. Tu mayor ilusión. Mi hija de seis años. Tu objeto más preciado: Un anillo que encontré en la playa con tan sólo nueve años. La relación más intensa de tu vida: Tú.
Capítulo 6. El tiempo.
El tiempo es como un hilo de lana muy, pero que muy largo. A lo largo de nuestra vida lo deshilvanamos, cada uno de una manera muy distinta. Como infinitas son las maneras de hacerlo, infinitos son los caminos que sigue nuestro tiempo personal, otorgando a su paso la continuidad que necesita nuestra vida para consolidarse. En aquel momento, y más en ese que en otro, nuestros hilos particulares se habían distanciado, abandonando ese particular entrelazado que un día nos había mantenido unidos, sin uno saber muy bien cómo.A pesar de nuestros locos esfuerzos y del agudo ingenio que caracterizó nuestra lucha, el tiempo no iba a retroceder. Nunca. Por mucho que lo intentásemos. Por mucho que quisiésemos. Intentar reenrollar los hilos a nuestro antojo sólo conseguiría enredar aún más nuestras vidas. Y para qué.
Capitulo 7. La realidad.
Como todo en esta vida, las relaciones son cosa del tiempo; a veces están y otras veces no, según sople el viento. Nosotros tuvimos nuestro tiempo y posiblemente ahora que nos hemos reencontrado lo volvamos a tener. Quién sabe si esta vez será para siempre, quién sabe si nos volveremos a perder. O si aún perdiéndonos, ya no pesemos el uno para el otro lo suficiente como para recordarlo. Y entonces pensé en el momento justo de tu partida. Lo sentí casi como si acabase de suceder, pero no era así. Y no era así por la sencilla razón de que tu marcha no tuvo lugar ayer, ni antesdeayer, ni la semana pasada, ni siquiera hace un año. Tu partida, así como las sensaciones y sentimientos que guardamos siempre en un mismo baúl, está asociada al tiempo. Todas nuestras situaciones lo están. A momentos puntuales, a estados anímicos precisos, a vestuarios y atuendos. A factores metereológicos concretos. Cómo esperar que tu marcha supusiese hoy lo que supuso para nosotros entonces. Había pasado mucho tiempo. Ahora éramos conscientes. De qué objetividad nos jactábamos los seres humanos cuando hablábamos sobre el tiempo o sobre la intensidad de una relación. Me declaro inocente si ha sido el tiempo quien, jugándonos una mala pasada, ha magnificado nuestras emociones hasta creer que estarían ahí para siempre. El cuantioso peso del presente nos devolvía bruscamente a la realidad, porque hoy, después de mil esfuerzos en vano, nos habíamos dado cuenta de que se nos había pasado el arroz. Hoy, nos daba igual decirnos adiós.
Capítulo 8. Las relaciones
Hasta cuando podíamos recordar, las cosas siempre habían ocurrido así. Las personas se unían y se separaban, se separaban y se volvían a unir, sin uno saber muy bien cómo. Finalmente concluimos que la temporalidad de nuestra relación no fue, ni mucho menos, negativa. Observándolo con un poco de entusiasmo, ese letargo en nuestra relación supuso un reafirmante de lo que fue, una consagración de nuestra unión en sí misma. Lo que nos ofrecía en aquel momento era algo que ya, simplemente, no necesitábamos, y pese a que hoy otras relaciones hubiesen ocupado su lugar, era obvio que sus frutos perdurarían eternamente. Y es que para nosotros ésta y todas las relaciones que cultivaríamos a lo largo de nuestras vidas eran, al fin y al cabo, la clave de la felicidad. La clave de nuestra felicidad.