domingo, 8 de junio de 2008

Desandar (2006)

Como en muchas otras ocasiones, el cine ha probado su eterna capacidad para plasmar la importancia de una de las más ancestrales luchas abarcadas por el hombre pasado y actual: la búsqueda de la libertad. Mientras los planos se suceden, “El fugitivo” consigue transmitirnos angustia y ansiedad ante un temor muy conciso: perder la libertad personal frente a las arbitrariedades del poder estatal. Acusado erróneamente por un crimen que no había cometido, un hombre con una vida casi perfecta se convierte de repente en su único aliado para demostrar su inocencia ante el tribunal inculpador, que le condena a pena de muerte por el repentino asesinato de su esposa.
Surge entonces entre los espectadores un temor ficticio que, rehuyendo a nuestra realidad actual, pone de manifiesto la posibilidad de un mundo en el que la seguridad legal no amparase, un mundo en el que la presunción de inocencia no exista y los pilares de nuestro edificio legal puedan un día… caérsenos encima.
En la película, el protagonista se sale del marco legal huyendo de la justicia para, después de los dramáticos acontecimientos que consiguen mantenernos expectantes hasta el desenlace, salir airoso de lo que podía haberle costado la vida. Sin embargo, he aquí cuando se nos plantea la siguiente cuestión: haciendo a un lado la no muy creíble posibilidad de una “huida a lo Harrison Ford”, ¿qué haríamos si un buen día la justicia decidiese darnos de lado? ¿Cuál sería nuestra escapatoria si nuestro sistema judicial no nos concediese la posibilidad de defendernos, de exigir un juicio justo de acuerdo a unos valores que por consenso y desde hace mucho tiempo consideramos básicos y esenciales para la construcción de nuestra sociedad?
Reza el refrán: ponte de frente a lo que aún has de andar y de espaldas a lo ya andado. Y qué razón tiene. A 30 de septiembre del 2006, EEUU ha decidido desandar 500 años, y, casi un mes después, nadie ha conseguido persuadirle de lo contrario.
Tras el 11 de septiembre, las actuaciones del que se ha convertido en el grupo terrorista a nivel internacional más famoso de la historia, han conseguido poner al mundo patas arriba. Generados desencadenantes de todos los tipos, unos más esperados que otros, al otro lado del charco han emprendido una afanada lucha contra los responsables, y todo parece indicar que sus intentos no cesarán hasta conseguir para todos nosotros el maravilloso mundo que un día imaginó Walt Disney. En su largo andar, o quizás sería más justo considerarlo “desandar”, el gobierno estadounidense ha decidido reordenar sus prioridades, jactándose de valentía nacional mientras tira por la ventana los derechos de los ciudadanos, que al parecer carecen de vital importancia para una democracia que confiesa encontrarse en plena adolescencia.
Cuando las autoridades resolvieron que tener la posibilidad de acceder a las conversaciones que considerasen oportunas era legal y necesario, nadie al parecer tuvo nada que esconder. Cuando decidieron que al comprar tu billete aéreo estás obligado a poner a su disposición datos de hasta tus cuentas bancarias, los ciudadanos hicieron gala de ser “un libro abierto”. Ahora que han decidido legalizar la tortura y abolir el Habeas Corpus para extranjeros que se ciñan a la confusa definición de “combatientes enemigos ilegales”, ya no se sabe si es que realmente a nadie le importa, o si la avanzada investigación nuclear ha permitido a Bush controlar a la población mediante un fino mando a distancia.
Ya en 1215 el derecho anglosajón imponía como lo que sería uno de los principios de constitucionalidad la primera carta Magna, que reconocía en sus escritos ciertos procedimientos legales por los cuales se prohibía la detención de una persona de manera arbitraria. Hoy en día el hábeas corpus es ante todo una garantía constitucional que resguarda el derecho a la libertad ante cualquier actuación que logre privarnos de la misma y gracias a la cual podemos exigir comparecencia inmediata ante un tribunal que escuche nuestros argumentos para así determinar si nuestra detención ha sido o no legal.
La “Ley sobre comisiones militares de 2006” recibía 65 votos a favor y 34 en contra en el Senado, un día después de su aprobación en la Cámara de representantes. La lucha antiterrorista justificaba una vez más el quebranto de lo inquebrantable, el detrimento de la ilusión con la que la democracia intenta sin decaer aproximarse a un modelo eficaz, sólido y seguro, que vele por la justicia y la libertad. Mientras tanto, prisioneros retenidos injustamente en Guantánamo son sometidos a torturas inhumanas o, en palabras legales, “métodos de presión”, decretados por el presidente. Pero el presidente está ya tranquilo, pues con esta ley hará callar la protesta internacional acerca de lo ilícito de las retenciones; con esta ley el presidente ha legalizado la tortura, sin velo ni tapujos. Y tal y como están las cosas, parece que si pretendíamos encontrar a alguien que aún luche por la libertad…vamos a tener que ir a buscarlo al cine.

“La conocen los que la perdieron, los que la vieron de cerca, irse muy lejos. Y los que la volvieron a encontrar, la conocen los presos, la libertad”

Y el manto cayó (2006)

Esta es la historia de un país que no tenía nombre, ni número de habitantes, ni bandera ni situación geográfica. Algunos marineros juraban haberlo visto y otros no eran capaces de distinguir haberlo recorrido en sueños o en la realidad.
Las historias que allí se sucedían parecían sacadas del más asombroso cuento de hadas, porque las cosas eran otras y otras eran las cosas y a pesar de ser, de cualquier forma, un lugar recóndito y misterioso para muchos, los que allí habitaban no concedían ni un segundo a preguntarse qué ocurría mas allá de sus frondosos bosques y sus helados glaciares. Y así sucedía tanto en un lado como en el otro, como si una manta de lana separase dos horizontes coincidentes espacialmente, pero diametralmente opuestos entre sí.
El tiempo transcurría allí como si tal cosa, el sol salía y se ponía y los días se sucedían uno tras otro. Aún así, la monotonía ofrecía ese atisbo de la personalidad que otorga cualquier conjunto de seres y situaciones recogidas en un punto del mundo, en un momento elegido al azar. Y no se sabía si realmente había algo que distinguiese a este lugar de otros, ni si merecía la pena pasar toda una vida preguntándose si quedarse o salir, si subir o bajar.
La riqueza y la belleza se manifestaban en este lugar en forma de oro y plata, que fundidos consagraban la ornamenta tan característica del lugar, y, de esta forma, lo era todo y nada, al mismo tiempo. Perfección en forma de cotidianeidad, de unión y fuerza, de relaciones humanas, de superación y de trabajo; imperfección en forma de desigualdad, de cambio y rechazo, de hipocresía y egoísmo. Con sus virtudes y defectos, aquel país otorgaba y recibía, cambiaba y se adecuaba.
En cierto punto de la historia se hallaba él, ni más tarde ni más temprano, en ese momento, el que era. Y había cambiado, y se había adecuado y cada vez era más consciente de sus virtudes y defectos, pero seguía siendo él. Y fue en ese momento, exactamente, cuando ocurrió. Pasó de repente, de un día para otro y ya estaba, dando un giro de 180 grados para situarse a la deriva y hacia ninguna parte. No supo nunca cómo ocurrió, cómo pasó de ir paseando a ir cogido del brazo a toda velocidad.
Pero el caso es que fue así como la manta un día cayó, y unió lo inconexo y los dos horizontes chocaron, y ya no hubo nunca separación física para la que fue siempre una separación abismal. Porque las diferencias continúan y se acentúan si las intentas simplificar, si las comprimes de tal forma que parezcan una, cuando no dedicas el tiempo suficiente a admirarlas en su complejidad. Y luchó y combatió y trató de imponerse y quizá la fuerza no fue demasiado intensa o el tiempo no estaba de su favor.
Esta es la historia de un país que se vio invadido por otro mayor, esta es la historia de lo grande y lo pequeño, de lo material y lo imperecedero, del egoísmo y de la saciedad. Esta es la historia de no sólo un país, si no de tres, de cuatro y de más. Esta es la historia de América Latina, que vio a un héroe español, ni malo ni bueno, llevárselo todo, en un segundo. Y nunca volvería a ser lo que era; y entonces tuvo nombre, y número de habitantes, y mil banderas…pero también un dueño.