martes, 28 de abril de 2009

Juegos de la noche

Siempre temí mi falta de orientación. Sólo en contadas ocasiones, me guiaba hacia lugares nuevos, y estos descubrimientos me hacían considerar grato lo que constantemente me parecía el peor de mis defectos.
No se en qué momento exacto empezé a hacer esas pequeñas excursiones nocturnas, ni recuerdo acaso el porqué. Quizá, como otros hacen deporte, yo tomaba estos paseos como una manera de que la tensión acumulada a lo largo del día exhumase por fin al caer el sol. Al principio no se alargaban más de una hora. Andaba hasta hartarme, sumido en divagaciones situadas por encima de mis propios pasos, y estos no tardaban en coger el timón hacia rumbos desconocidos.
Cuando un pequeño tropiezo o un grito ajeno provocaban mi salida de este estado de somnolencia mental,los contornos difuminados de los bloques de edificios que me rodeaban cobraban repentina nitidez. Y no era capaz ya de discernir dónde me encontraba. Me sobrevenía entonces una sensación de miedo mezclado con nerviosismo e incluso algo de curiosidad. Tanteaba un poco el terreno, me fijaba en cómo habían cambiado los decorados desde el comienzo de mi ruta. Intentaba adivinar dónde podría encontrarme, llegando a veces incluso a violar la intimidad de los vecinos, a los que escudriñaba por las ventanas en busca de información.
Era tal la intensidad de mis sensaciones en ese momento, que mis paseos se convirtieron en una fuerte obligación. Ser consciente de que empezaba a anochecer era suficiente para ponerme el pelo de punta, y sentía como un visceral escalofrío recorriendo mi nuca me instaba a salir. A la vil oscuridad de la noche. Al cortante frío de las calles desiertas de vida.A encontrarme solo, vulnerable, desamparado.
De vez en cuando me veía involucrado en exitantes situaciones, de esas que solo la noche es capaz de propiciar. Vagabundos rebuscando en la basura, drogodependientes al acecho de una última dosis, degenerados sexuales en busca de presas a las que atrapar. La otra cara de la especie humana parecía cobrar vida sólo a altas horas de la madrugada. Y yo había averiguado la manera de presenciarlo sin pagar.
Como si de una película se tratase, permanecía observando estas escenas hasta el final. Era intensamente provocador observar las caras de sufrimiento ajeno, la adrenalina disparada ante un primer plano de la desolación humana, el morbo de la repugnancia. No ser capaz de cerrar los ojos ante un minuto de violencia gratuita. Me gustaba. Me enganchaba.
Poco a poco, empezó a enervarme no ser capaz de presenciar este tipo de encuentros por propia voluntad. Ciertas noches, vagaba hasta el amanecer en busca de nuevas víctimas, recorriendo como un poseso todo cuanto estaba a mi paso. Necesitaba más de esa medicina repugnante y no era capaz de afrontar un nuevo día sin esa ración de infame crueldad. Empezó a parecerme banal todo lo que no contenía la suficiente violencia explícita, y el mal humor constante me convirtió en un ser taciturno e irascible durante el día, retorcido hasta la médula al esconderse el último rayo de luz.
Una noche, mi mente corrupta no pudo aguantar más. Esta vez, mis pies cargados de hiperactividad me condujeron a un barrio marginal a las afueras de la urbe. Ya había estado allí antes. Aguardé como un poseso a la salida de la misma abuelita que días atrás tiraba la basura en ese mismo contenedor. Aguardé y aguardé. Y finalmente, salió y con ella todo el sadismo que desde que comenzaron los paseos se había apoderado de mí.
Con las cuencas desorbitadas y todos los músculos de mi cuerpo en tensión por el pánico, le agarré con mis propias manos y comenzé a desgarrar la flácida y pegagosa piel de su nuca. Un chillido ahogado acompañó sus últimos intentos de salvar la vida. Pero la edad no perdona, y la flaqueza de sus espasmódicos esfuerzos me hizo sonreir. Con el arte de un cirujano y ayudado de un fino bisturí, le extraje las arterias del brazo una a una, le extirpé los pezones trazando círculos perfectos. Arranqué con los dientes las uñas de sus pies, y fui laminando la piel de todo su cuerpo hasta llegar a donde reposan sus órganos, aún con restos de vida. Con la delicadeza del mejor degustador, fui testando el sabor de cada uno de ellos, masticando las delicatessen con infinito placer. Una vez finiquitado el festín de mis sentidos, troceé el resto de su cuerpo y lo tiré en ese mismo contenedor, junto a sus bolsas de basura todavía calientes. Guardé sus ojos como el tesoro que atestiguase mi captura. Me limpié las manos cuidadosamente con un par de servilletas de papel, y volví a casa.
Desde ese día, cuando el estrés me desborda, vuelvo a la calle en busca de sangre. A la mañana siguiente todo ha sido una pesadilla un poco más sanguinolienta de lo normal. La noche se ha convertido en mi juego... y desde eso, no puedo dejar de jugar.

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